Leer los relatos cronológicamente. Las fotos son propiedad de Gabriel, salvo mención expresa. El autor de estos relatos ha viajado para conocer los ferrocarriles por Argentina, Uruguay, Estados Unidos, Brasil, México, etc. Sitio sin fines de lucro.

lunes, 24 de agosto de 2020

La Fiebre

Ya estaba convertido en un “ferroviador”. Los genes de tres generaciones de ferroviarios se habían activado. “Viajar en tren es más barato, y es mejor que en micro”, resonaba en mi mente. Prontamente habría de dar método a mis viajes, planeando visitar todas las ciudades cabeceras de partido antes de ir a otras provincias; y teóricamente habría que visitar primero todas las provincias antes de pensar en ir a otros países a conocer sus ferrocarriles.
Pero había que saber a dónde ir y qué encontrar. En la Biblioteca Nacional consulté el ABC de los Ferrocarriles Sud, Oeste y Midland. Sabía cuáles eran el Sud y el Oeste, ¿pero cuál cuernos era el Midland? En Hemeroteca conseguí un atlas que traía un listado de las localidades del país, con su provincia, partido/departamento, coordenadas geográficas y qué ferrocarril, si lo tenía (algunos lugares tenían una misteriosa indicación ferroviaria “I.R.T.”); era de los años sesenta, y estaba fallado, teniendo una página en blanco, y además se saltearon otra al fotocopiarlo, de modo que me quedé sin las poblaciones entre Balde y Buenos Aires Chico, y entre El Barco y El Shehuen. Me tomé el trabajo de copiar en borrador todos los datos de las localidades bonaerenses, para luego tentar ubicarlas en una hoja milimetrada de las que me sobraron del secundario. Pero estaba visto que iba a necesitar algo mejor; eché mano de un cuaderno universitario cuadriculado y, “con paciencia y con saliva”, lo convertí en un plano ferroviario, con los grados y minutos de las latitudes y longitudes, uniendo con líneas de distintos colores los diferentes ferrocarriles (las seis líneas nacionales). Posteriormente hice lo mismo con las otras provincias.
En el Museo Ferroviario de Retiro consulté los itinerarios de los servicios; había de 1913 y 1922, que me depararon algunas sorpresas sobre nomenclatura de estaciones y empresas ferroviarias. Iba copiando meticulosamente los kilometrajes, para luego pasarlos al cuaderno-plano, hasta que un día recurrí a la mejor opción de llevar el cuaderno al Museo y anotar directamente. También habría lecturas de historia ferroviaria en la Biblioteca Nacional. Pero todo esto se fue desarrollando con el tiempo, si bien creo mejor citarlo aquí de entrada, sobre todo porque no tengo consignado entre qué viajes fui haciendo todo eso (y resultaría tedioso describirlo).
Pues bien, seis días después de Areco, el sábado 7 de octubre, ya estaba listo para otro viaje, llevando un plano de los varios que fotocopié pertenecientes a la Casa de la Provincia de Buenos Aires, donde había una amable empleada que me facilitaba la carpeta para que yo eligiera los que deseaba, otra empleada que me decía “Decime cuál querés y yo te doy” (y yo qué sé, los que vea que haya y quiera agarrar), y un empleado que sonriendo me dijo una vez “No hay planos” (a la vez siguiente estaba otra vez la empleada amable que puso de nuevo la carpeta a mi disposición).
Debo haber salido bien temprano para ir caminando a Colegiales, a tomar el tren a Villa Ballester, a esperar el combinado. Llegó, se llenó hasta los estribos y pensé “Yo ahí no me subo”. Pero cuando sonó el silbato y empezó a moverse me metí entre la masa humana que sobresalía de la puerta. Y sí, viajé sobresaliendo, agarrado precariamente, vi el río Reconquista pasar negro y hediondo allá abajo, en mi primer viaje en ese ramal. Bancalari, General Pacheco, Benavídez. Tal vez en Escobar se bajaron bastantes y pude acomodarme mejor adentro, pero ya no recuerdo. Tampoco sabía bien la combinación de horarios (en esa época había todavía varios trenes “locales” que llegaban hasta diferentes puntos del ramal: San Pedro, San Nicolás, Rosario, aparte de los puramente locales a Zárate); las planillas correspondientes publicadas en Ballester estaban deterioradas, y no eran de confiar, ya que podía haber cancelaciones o vaya a saber qué entuertos.
Llegamos a Campana y me bajé para mirar los horarios expuestos, a ver si ese tren para o no en Zárate y cuándo pasaba el siguiente. Era la misma planilla maltrecha, y le pregunté a un guarda que pasó. Así que volví a subir y bajé en Zárate. Allí me enteré bien del horario y saqué nuevo boleto (con certificado trucho de estudiante; era un boleto con el texto dispuesto en la vertical del cartoncito). Con la Filcar en mano quise llegar a la estación del Urquiza, pero vi que no me daría el tiempo, regresando a las pocas cuadras.
En el nuevo tren pude ir sentado, contemplando los verdes campos provinciales. Las Palmas, Lima, Atucha, Alsina, Baradero. Dos puentes larguísimos sobre terreno esteroso, que apodé “el puente interminable”, consignando la hora de cruce, así como la del paso por las estaciones, que luego pasaría en limpio en mi “Cuaderno de Viajes”, que se iría multiplicando tomo tras tomo, donde pegaba también los boletos a la par del relato. San Pedro, Ramallo y al fin San Nicolás, a recorrer, conocer las costas e insolarme, hasta el regreso, sacando otro boleto de estudiante. Con estupefacción, vi que el guarda, luego de marcar el boleto, en vez de reponerlo en mi mano extendida se lo metía en el bolsillo y se iba. Quedé turulato el resto del viaje. Unos días después fui a Retiro a averiguar por “mi boleto”, y me dijeron que los guardas lo retiraban para control y luego se tiraban. ¡Mi boleto!
El 12 de octubre salí dispuesto a reclamar por el sobreprecio a Areco, y nuevamente a viajar sin boleto y esquivar al guarda. Entonces recapacité: iba a reclamar por el boleto y pretendía no pagar boleto. En ese momento decidí abandonar tal práctica.
En Belgrano tomé el tren a Victoria, y en la oficina expuse mi caso, mostrando los boletos (aunque el precio no figuraba en ellos; uno decía “trenes generales” y el otro no, no sabía si la diferencia estaría en ello). El empleado de más edad le dijo al más joven: “Axel, ¿vos sabés cómo es esto?” El otro telefoneó a la boletería, el precio que le dijeron era el mismo que el de Areco, no el que me cobraron ahí, pero asombrosamente confiando en mi palabra me dio los cien australes de su propia billetera, disculpándose y diciendo que el boletero hacía mucho que estaba y no sabía qué había pasado. Yo solicité que hubiera un cuadro tarifario exhibido (que nunca hubo). Aproveché la ocasión para bajar en las estaciones Rivadavia y Núñez, y “estar en ellas”.
El 21 de octubre estrené otro recorrido: viaje completo a La Plata. Con la Filcar en mano, fui a buscar todas las estaciones que figuraban en el plano. Primera de todas: La Cumbre. ¡Pobre inocente!
Para entonces supongo que tenía alguna idea de los nefastos conceptos “levantamiento de ramales” y “suspensión de servicios” (sabía que el “tren serrano” no pasaba más, y en la Casa de Córdoba pretendieron consolarme diciéndome “¡Pero hay micros!”), ¡pero no estaba preparado para lo que encontré! O mejor dicho, lo que no encontré. Una y otra vez pasaba, un ojo en el plano y otro en el suelo, por donde tenía que hallarse el apeadero La Cumbre del FC Belgrano (ex FC Provincial de Buenos Aires). ¿Dónde estaba el error, por qué no lo encontraba? Supuestamente por allí debía pasar la vía, ¿por qué no estaba? Hasta que con espanto y hondo dolor caí en la cuenta; ¡la vía no estaba! ¡La Cumbre había desaparecido!
La congoja me ganó. Fue como si el mundo se derrumbara. Eso era más que un tren que ya no pasara. Y así dolido bordeé la zona de vía hasta la estación Gambier, donde aún se veían rieles, llegando luego a la estación cabecera La Plata. Había gente en ambas, la primera al parecer convertida en vivienda y la otra tal vez todavía funcionando. Después fui a ver las del Roca, Circunvalación (con el baño tapado y hasta tapizado con residuos varios) y Elizalde, ésta con gente viviendo. Seguidamente fui a tomar el 214 a Berisso, y tras recorrer un poco pasé a Ensenada, descubriendo en el medio la estación Destilería YPF, que fui a visitar. Encontrar la estación Ensenada me costó un poquito porque no estaba donde figuraba en la Filcar; y con desolación constaté que aquello hacía tiempo que no era una estación, y sin duda no se pretendía que lo fuera de vuelta alguna vez. ¿Cómo podían haber hecho eso? ¿Cómo dejar sin tren una cabecera de partido, un área urbana con tanto tránsito? ¿Dónde estaban la lógica y el sentido?
Tomé el 275 de regreso a la estación La Plata, para volver a Constitución. No sabía yo que esos horrores históricos estaban próximos a repetirse.
Fiel a mi interés de ir cada vez en una dirección distinta, el 28 de octubre salí de vuelta tempranísimo para caminar a Caballito y sacar el boleto con letras rojas. Bajé en Merlo para tomar el Horrible y recorrer un nuevo ramal; así llegué a Lobos, donde a su tiempo pretendí echar una siesta en el parque municipal, sin éxito, para compensar el madrugón. Después caminé por el costado del terraplén hasta llegar a Empalme Lobos, notoria por sus dos andenes, y ese nombre “Empalme” parecía tener algo de mágico. Ahí tomé el tren de regreso y bajé a conocer Marcos Paz, lo que incluía la estación del Belgrano (ex CGBA). En ésta copié los horarios manuscritos con marcador y letra antigua que estaban exhibidos en el vidrio; ¡por ahí pasaba un tren! Retorné al Sarmiento para la vuelta a Caballito.
El 4 de noviembre fue el día de la variedad. En Constitución tomé el eléctrico hasta su fin, en Glew, donde agarré el combinante (que ya no existe más), servido por un Horrible. Debería haber hecho el recorrido completo, hasta Altamirano, pero actuaba como si tuviera todo el tiempo por venir a mi disposición, y sólo fui hasta Coronel Brandsen porque tenía el plano en la Filcar. ¿Se puede sacar un boleto de Brandsen a Cañuelas? Pues yo lo hice, cuando terminé mi recorrida de la ciudad. Boleto de cartón, CORONEL BRANDSEN A CAÑUELAS.
El Horrible me llevó de vuelta a Glew. Se oían pollitos que alguien tenía en una caja. En Temperley tuve que preguntar de dónde salían los trenes para ir a Cañuelas. La combinación en Ezeiza y la llegada a Cañuelas con el Horrible, si no recuerdo mal. Ya conocida Cañuelas, a volver. Me bajé en Hipólito Yrigoyen en vez de Constitución, y fui hasta la estación Buenos Aires; hice entonces mi primer viaje en la ex CGBA (por lo menos por mi cuenta, ya que me han dicho que alguna vez olvidada fuimos a Aldo Bonzi vía Tapiales y colectivo), aunque no muy extenso: sólo a Dr. Antonio Sáenz, la primera estación, y regresar a casa. Fue el “día de los once trenes”, aunque la cuenta me da nueve ahora; debo haber bajado en alguna estación y no lo tengo consignado.
El 7 de noviembre, habiendo salido temprano del trabajo, tomé el tren en Belgrano y bajé en Victoria para combinar con el Horrible y conocer Capilla del Señor, incluyendo su estación Capilla del Urquiza. Después fui a recorrer Los Cardales, la anterior, antes de la vuelta definitiva.
El sábado 11 fui a conocer San Pedro (lo cual tuvo que ser bajo una lluvia casi constante, y al regreso bajé en Miguelete para tomar el local a Colegiales), y el domingo 12 General Las Heras (el ramal a Lobos), volviendo hasta Marcos Paz para ir al Belgrano y... ¡tomar el tren a Villars!, extensión desde González Catán que se producía temprano a la mañana y tarde por la tarde. Era todo un recorrido exótico. Y saqué boleto de ida en Marcos Paz para tener otro de Villars. En la primera había un cartel que decía “Saque boleto, para que no saquen el tren”. No sé si sacaron boleto o no, pero el tren, sí.
El día 18, tempranero a Glew, para agarrar uno de los dos trenes (mañana y tarde) que iban a Ranchos. Mi impericia en interpretar las planillas de horarios y mi desconocimiento del momento sobre recorridos, me produjo una confusión. Vi horarios hasta Altamirano, que se continuaban en otros a Chascomús, y seguían otros a Ranchos y General Belgrano. No entendí que eran recorridos diferentes y pensé que era algo lineal, que primero venía Chascomús y luego Ranchos. De Ranchos tenía plano, no de Gral. Belgrano, y eso decidió dónde quería ir. En la boletería de larga distancia de Constitución me vendieron el boleto de cartón de clase turista, con su franja roja, por suerte no uno de esos horribles pasajes de computadora.
En Glew subí al combinante. Pasamos las estaciones locales (Brandsen, Altamirano, etc.) y nos desviamos por el ramal (aunque eso yo no lo sabía). Pasó la estación Alegre y luego, para mi gran sorpresa, apareció Ranchos. ¿No tenía que venir Chascomús, primero? ¿Qué estaba pasando? ¡Si en Ranchos tenía que tomar ese mismo tren, cuando volviera de Gral. Belgrano, para bajar en Chascomús! Estaba tan confuso que no atiné a moverme, y seguí viaje, y así me vi en General Belgrano. ¿Dónde estaba Chascomús?
Y bueno, pasé el día allí, me insolé, vi el río Salado y para la vuelta solicité boleto a Glew, recibiendo uno de clase turista a Longchamps. A bordo había dicharacheros. “¡Vamos, guarda, apure esa máquina, que viene mi suegra, montada en una vaca!” “¡Que suban los guardas!” “¿Toco la campana?”
El tren no terminó en Glew sino en Temperley. Esperando allí la combinación a Constitución, vi en un pizarrón la fatídica noticia: en breve iban a cancelar los trenes a General Alvear y Tandil. Era la nefasta época ferrocida de “el Turco” y “el Pelado”. ¡Tenía sólo tres fines de semana para viajar a las cabeceras de partido!
Gabriel Ferreyra
El "Ferroviador" Azul

El Despertar

Mis aproximaciones propias al ferrocarril eran aún vagas, casi inexistentes; pero tal vaguedad se estaba acercando a su fin.
En 1988 viajé con un amigo a San Fernando, y al igual que había hecho con mi vez solitaria a Los Polvorines, guardé el boleto.
El año 1989 podría llamarse “el año del despertar (ferroviático)”.
Según mis anotaciones, el 11 de marzo estuve en la estación Saldías (Ferrocarril Belgrano), pero no recuerdo en qué circunstancias.
El 1º de abril caminé de mi casa en Villa Crespo a Valentín Alsina, visitando la estación Puente Alsina, y a Lanús, conociendo la estación del Ferrocarril Roca. El 6 de mayo lo hice a Villa Martelli y pasé por las estaciones M. M. Padilla, Florida y Munro, donde tomé el tren del “querido Belgranito” a Retiro, y de ahí creo que volví no más caminando a mi casa (épocas de vitalidad juvenil).
Para entonces ya preveía que algún día haría la caminata a Luján, no por motivos religiosos sino puramente ambulatorios. De ser así, iba a tener que munirme de elementos para escribir a fin de anotar las impresiones del viaje (en los pasados años había sido devoto de las novelas de viajes de Jules Verne). Y por otro lado, decidí que ya era tiempo de poner en práctica mi intención de recorrer todas las líneas de tren...
¿Por cuál empezar? ¡Pues por mi “querido Belgranito”!
Así que la fecha del 20 de mayo de 1989 es histórica. En una muy fresca mañana de sábado, tomé muy temprano el 106 a Retiro, donde saqué boleto de ida y vuelta a Villa Rosa, creo que para el tren de 7:30. El boleto (que me parece que costaba cincuenta australes) era tan viejo que en vez de Ferrocarril Belgrano decía “Ferrocarriles Argentinos / Región Noroeste”; se ve que no hubo muchos viajeros interesados en ese trayecto a lo largo de la historia (en sentido contrario puedo imaginar que sí).
El tren paró un rato en Boulogne-sur-Mer, la temida parada de Boulogne donde uno podía esperar que cancelaran el tren y pasar a los viajeros a otro. En una de esas ocasiones, mi madre le dijo riendo a una vecina que viajaba junto con nosotros: “¡Estos ferroviarios! Menos mal que nosotros ya no somos más”. (A fines de los setenta mi padre había dejado el Ferrocarril.) Podía ver otro tren detenido, destacándose a trasluz el maquinista en la cabina de mando de un coche provisto de ella; creo que luego jamás volví a ver este característico vehículo.
El viaje prosiguió, yo aprensivo de ir a internarme en “lugares de negros”. Me habían contado de tales viajeros indeseables, que exigían cigarrillos de otros pasajeros, escupían a los trenes que pasaban en sentido contrario y cosas así. Iba anotando la hora en que llegaba a cada estación; supongo que ya por entonces tenía dispuesto un cuaderno universitario donde relatar mis andanzas, en prevención de aquella “caminata a Luján” (que nunca se realizó) y peripecias semejantes.
Pero no “sabía nada de trenes ni ferrocarriles”, por así decir. Los itinerarios de larga distancia publicados en las estaciones me confundían, no sabía cómo leerlos. Como en el mapa ferroviario de la guía Filcar Del Viso aparecía marcado con un redondel del tamaño de las cabeceras, supuse que era a su vez cabecera de otros trenes locales que se internaban más en la provincia; ¡qué bien! ¡Transitar por espacios y distancias desconocidos! ¡Nuevas localidades!
El tren llegó a Los Polvorines. Más allá, ERA DESCONOCIDO.
Lo único que había hecho más allá había sido, en una de las visitas a parientes, caminar hasta la ruta 197 y toparme con la estación Pablo Nogués. Y para el lado contrario, un día en que era chico, mi padre me llevó caminando a Villa de Mayo para visitar a un conocido suyo que trabajaba ¡en la torre de señales de la estación! Hubo una segunda visita años más tarde, cuando nos llevaron con mi madre a un médico de allí, y como no contestaban el teléfono para que nos vinieran a buscar, tomamos el tren.
Así pues, en adelante todo era nuevo para mí. Y más que eso, pues descubrí una desconocida estación Kilómetro 38 (tiempo después encontré un boleto a Tierras Altas, del Belgrano, y pregunté en Retiro qué estación era ésa -¿algún lugar más allá de Villa Rosa?, me preguntaba con expectación-, y resultó ser el nuevo nombre de Kilómetro 38). Bajé en Del Viso y busqué en las boleterías los esperados horarios de “otros trenes locales”, sin encontrar nada, ni animarme a preguntar. Di una vuelta por ahí cerca y tomé el siguiente tren a Villa Rosa. Estuve recorriendo un poco los alrededores y cuando tuve ganas de ir al baño fui al de Del Viso, regresando después a Villa Rosa.
¿Sería de aquí que saldrían trenes más al interior? La cosa fue que paró un “tren de afuera”, no sé por qué motivo. Si me hubiera animado a subir, no sé a dónde habría terminado. Pero no me animé a eso ni a hacer preguntas en la estación. En vez de ello caminé por la ruta los seis kilómetros hasta Pilar. No había traído la Filcar, y no pude encontrar la estación del San Martín. Preguntando por la calle, lo que conseguí fue llegar a la del Urquiza. Regresé al centro, tomé un colectivo a Villa Rosa y allí el tren de vuelta a Retiro, anotando la hora de llegada a cada estación.
A veces llevaba a mi hermanito a juntar boletos de colectivo, que él coleccionaba.
El 25 de mayo de ese año fuimos a hacerlo por los alrededores de las estaciones Belgrano C, Vicente López, Olivos, La Lucila, Martínez, Acassuso, San Isidro, Victoria, Virreyes, San Fernando y Tigre (Ferrocarril Mitre), sin pagar boleto y esquivando al guarda. En Victoria, en el andén del ramal, vi por primera vez un coche motor Fiat, pero sólo de costado. El día 28 hicimos lo mismo en Fernández Moreno, Lourdes, Tropezón, Villa Bosch, Martín Coronado, Pablo Podestá, Rubén Darío, General Lemos (Ferrocarril Urquiza) y San Miguel, donde creo que fuimos caminando (son unas quince cuadras) y volvimos en colectivo a Lemos para el regreso en tren.
El 30 fui por un tema particular a San Justo, en el 55, y con crecientes ganas de ir al baño fui al de la estación. Allí vi llegar lo que califiqué de “un tren horrible”, compuesto por dos vagones. Se trataba del coche motor Fiat, cuyo frente me parecía cosa de monstruos, impresión reforzada por los tubos de goma negra que le colgaban atrás.
El 18 de junio lo llevé a mi hermanito a San Justo, donde pudimos ver a “el horrible”. Pusimos sobre el riel una gruesa suela de goma de había ahí tirada, ¡y el peso del tren la dejó intacta! Tomamos un colectivo a Ramos Mejía, y ahí el tren a Haedo, siempre para juntar boletos de colectivo; yo encontré uno de tren válido, y lo agarré por si pasaba el guarda en el trayecto final a Caballito.
Al día siguiente hicimos otro tanto con el San Martín. Bajamos en Sáenz Peña y caminamos a Santos Lugares, y después el guarda nos hizo bajar en Caseros, por falta de boleto, así que tuve que sacar allí. Boleteamos en El Palomar y seguimos a Pilar, donde dimos unas vueltas y al regreso bajamos a hacerlo en José C. Paz, ¡de noche! Ahora eso sería impensable.
Y yo continuaba con otras caminatas. En una de ellas conocí las estaciones Flores y Floresta, y otra se originó en una visita de tema familiar a Morón, adonde por supuesto fui en tren, para seguidamente ir a pie a Castelar, Ituzaingó y San Antonio de Padua, donde caía la tarde y los pies no me daban. Tomé el tren a Merlo, pero no salí de la estación; vi al “tren horrible”, en lo que no sabría que era el ramal a Lobos, tal vez. De ahí volví a Caballito, supongo que nuevamente sin boleto.
Mi desconocimiento de los servicios se refleja en que cuando una compañera de trabajo me propuso ir a Luján, me fijé en los horarios de los trenes de larga distancia en vez de los locales. Subsané el error y el 16 de agosto fuimos a Once; era justo el tren combinante, y no lo sabíamos, y así en Moreno perdimos el combinado y debimos esperar el otro. Eran llevados por locomotoras General Electric E-no sé cuánto, más pequeñas que las G22, que por su ancho miriñaque yo las llamaba “la dientuda”. Tal vez para entonces ya conocía las de maniobra de Caballito, de peculiar forma, que apodé “la casilla”, y las de Constitución, cuyo nombre olvidé, U-algo, con su característico chefe-chefe-chefe-chefe-chefe-chefe chef-chef-chef-chef... que eran “la araña”, por sus dos focos en lo alto, que me recordaban a los ojos de una araña. En fin, de Luján volvimos en colectivo.
Y mis caminatas resultaban imparables, a veces al salir temprano del trabajo, como el 29 de agosto, en que conocí la estación Belgrano “R”, o desde mi casa, como la del 5 de septiembre, en que llegué a la estación Buenos Aires (Ferrocarril Belgrano, ex Compañía General de Buenos Aires, uno de cuyos trenes vi pasar una vez en otra andanza; y tal vez eran los que veía desde la casa de mis tíos en Aldo Bonzi), luego pasé a Avellaneda, conociendo las del Roca y el Belgrano (ex Ferrocarril Provincial de Buenos Aires), y finalmente Sarandí, de donde volví en colectivo. El 12 de septiembre estuve en Colegiales, copiando los nombres de las estaciones del ramal a Rosario, y el 17 caminé a la estación capitalina Luis María Drago, donde tomé el tren (sacando boleto) a José León Suárez, iniciando una caminata a las estaciones Boulogne, Villa Adelina, Carapachay, y volviendo, Chilavert, Villa Ballester, Malaver (ahí ya tomando trenes sucesivos), San Andrés, San Martín, Miguelete, Pueyrredón y Urquiza, todo para “estar en la estación”. ¡Y ya era de noche!
Entonces llegó el 21 de septiembre. Todavía bastante ignorante en el tema de llevar vituallas, en tres botellas de plástico de yogur, vacías, puse agua, y tempranísimo a la mañana, fui caminando a Caballito, para no gastar en colectivo (secuela de un pasado de estrecheces económicas). Llegando a la estación sentí una humedad detrás mío; palpando, sentí que la mochila tenía un buen manchón de agua, que se extendía a mi pantalón. Estuve todo el tiempo tratando de esconder el hecho a la vista pública. Saqué un boleto de ida y vuelta, blanco con letras rojas, válido también a Lobos. En el tren miré una y otra vez las botellas, pero no descubría cuál perdía ni cómo. En Moreno esperé el combinante, entre tantos jovenzuelos de picnic, y tuve que viajar parado. Ninguno había sacado boleto, y como una muchachuela hizo notar del guarda, “se le están acabando los papeles” (el talonario de pasajes a confeccionar por el guarda).
Desconociendo el hecho de que el boleto es para un “viaje sin escalas”, bajé primero a conocer General Rodríguez. En un cesto de basura abandoné las tres botellas de agua. Después bajé en Luján, como en recuerdo de la vez pasada, pero no me alejé de la estación. Siguió Jáuregui, donde atravesé el pueblo y llegué a unos surcos o cañadas en el terreno, entre los árboles, muy interesantes de recorrer, pero no estaba para ello. Esperando en la estación, me ganaba el sueño, pues me había levantado como antes de las seis de la mañana. Y finalmente llegué a Mercedes, otro viaje hasta el fin del servicio. Ahí enfrente estaba la parada “Mercedes P.”, del San Martín, y más lejos la estación Mercedes del Belgrano (ex Compañía General de Buenos Aires). Pasé el resto de la tarde allí, comprando de beber en el desaparecido Supercoop (ahora hay un Disco) y regresé en el crepúsculo directo a Moreno; me bajé a “estar” en la estación Paso del Rey y continué a Caballito.
Mis viajes se estaban volviendo cada vez más audaces.
1º de octubre de 1989. Fecha histórica también, y más importante que la anterior, pues fue la primera vez que tomé un tren de larga distancia.
Era un domingo nublado, y se me había ocurrido ir a San Antonio de Areco, porque había conseguido el plano de la ciudad. Desconocedor aún de las “complejidades” del servicio, fui a Belgrano C a sacar boleto. No, había que sacarlo en Victoria. Fui a Victoria. Había dos trenes parados, dos “horribles”. Sin que yo lo tuviera en claro, el local (que los domingos se extendía a Areco y que pretendía tomar) no iba a salir, y sería reemplazado por el “tren general”. Pregunté en boletería:
- ¿Éste para en Areco?
- Sí -me contestó con fastidio y obviedad el boletero-, si va a Pergamino y para en todas, para en Areco.- Ah. Perdón. No sabía. Nunca lo tomé.
Entonces le cambió la actitud. Ahí obtuve mi primer boleto blanco con franja roja de clase turista. Un nuevo recorrido. Y salimos, yo anotando lo que veía a cada lado de la vía. Y las estaciones; Dr. Albert Schweizer (luego venía 20 de Julio, ex Bancalari C, pero ya no existía ni había rastros), El Talar, López Camelo, Garín, Maquinista Savio, Matheu, Zelaya, Los Cardales, Capilla del Señor (fin del servicio local), Diego Gaynor, Solís, Vagués / Empalme para Luján, San Antonio / de Areco. Y es que primitivamente se llamaba sólo San Antonio, y pertenecía al Ferrocarril Oeste; luego le agregaron “de Areco”, en un cartelito menor colgando del mayor.
Había viajado por fin en “el horrible”, con su característica bocina puuuuuu. Siguió su viaje a Pergamino, uno de los pocos que le quedarían, pues después lo sacaron, quedando el que salía a la tarde y seguía viaje a la provincia de Santa Fe. Querido Horrible. Pues con el tiempo el apodo se volvió afectuoso. Leí que creo que en 1993 o 96 se descompuso el último que había funcionando, y ya no volvió a arrancar. Querido Horrible. Ya nunca -si no median hábiles manos- te veremos surcar el paisaje haciendo sonar tu ¡puuuuuuuuu!
Para la vuelta me esperaba una gran sorpresa. Un tren desconocido, coche motor modernísimo, de aspecto japonés y motor que sonaba como el de una camioneta. Uno de los coches decía CALU (coche acoplado liviano de única clase), y así lo seguí llamando. Lo que me dejó molesto fue que me cobraron creo que cien australes menos que a la ida, y no pude reclamar porque la boletería estaba cerrada. Posteriormente reclamé en Retiro y me dijeron que tenía que hacerlo en Victoria.

Gabriel Ferreyra
El "Ferroviador" Azul

Los Inicios

Esta crónica se inicia en 1968, cuando vi la luz en el Hospital Ferroviario de la Ciudad de Buenos Aires. O tal vez comience antes: mi padre era por ese entonces empleado en la Gerencia del Ferrocarril Belgrano, en Retiro, edificio ahora ocupado por tribunales. Su padre se desempeñaba como guarda en el mismo ferrocarril, y el padre de su padre había sido empleado del Ferrocarril Central Córdoba en Rosario, ciudad en la que había nacido mi abuelo.
Mi padre pasó los cuatro primeros años de su vida en Santa Lucía, partido de San Pedro, para luego mudarse a Los Polvorines, partido de General Sarmiento (actualmente, cabecera del partido de Malvinas Argentinas).
Ya antes de nacer viajaba yo en el Ferrocarril Belgrano, de Los Polvorines a Retiro, ya que mi madre se hacía atender en el Hospital Ferroviario, y supongo que por el mismo medio regresé a Los Polvorines una vez nacido. Y una y otra vez el mismo trayecto cada vez que tenía que “ir al médico”.
Para concurrir a la escuela debía cruzar las vías en la estación, y hasta el día de hoy hay veces que sueño que lo sigo haciendo, o que voy hacia la estación, o que tomo trenes allí. Y veía venir los trenes desde Pablo Nogués (otro sueño recurrente), traídos por las General Electric, y también por las English Electric, que los ferroviarios denominaban “cara de oso” (como me enteré hace unos años en alguna revista ferrófila), pero que yo mentalmente apodaba “la Mosca”. Sabía que si por delante venía la parte chata, tenía que esperar a ver el otro lado para saber si era “la normal” o “la Mosca”. Eran las épocas de los coches de color marrón, antes de adquirir el amarillo, azul y rojo de los eléctricos más modernos del Mitre.
Comenzando a los once meses de edad y repitiéndose otras cuatro veces, fuimos de vacaciones a Cosquín. Recuerdo estar esperando en Retiro, a la noche, hasta poder subir al camarote de cuatro cuchetas, con su sistema de traba en la puerta que para mí constituía un misterio. Así llegábamos, por la mañana, a Córdoba (una de las veces, sin embargo, viajamos en el Mitre, no sé si en primera o pullman, con su molesto giro de asientos en Rosario en plena madrugada), para aguardar al querido, al amado “tren serrano”, que por túneles y curvas, a la vista de paisajes maravillosos, nos llevaba a Cosquín. Bajo la ventana tenía una manivela, no sé si para subir y bajar la persiana o qué, porque el vidrio se movía del modo normal.
A mi temprana edad me encaprichaba con las gaseosas que vendían en el tren a Córdoba. Mi padre intentaba disuadirme diciendo “Eso es pichín de caballo”, y yo replicaba lloriqueando: “¡Quiero pichín de caballo!”
Y la larga espera en Cosquín, para el regreso, con mis continuos “¡Cuándo viene el tren!”, a veces viendo burros transitar por el terreno de la estación. El viaje a Retiro y el cambio de tren a Los Polvorines. ¡Cómo espera yo con cierto temor el empujón que sufría el tren cuando enganchaba la locomotora! Sobre todo si estábamos muy adelante, que se escuchaba el golpazo. Era una época en que había ciertos trenes que sólo llegaban hasta Los Polvorines.
En una ocasión, creo que por un problema en el Belgrano, al llegar de Córdoba tomamos el Mitre, llevando yo desde Cosquín un perro caniche de plástico hueco anaranjado, bastante grande. Cuando el guarda –típica figura de uniforme gris y bigotes– marcó los boletos, me preguntó: “¿Y el boleto del perro?”
De la vuelta de Córdoba en el Mitre recuerdo el paso por Campana, con sus barrancas.
Épocas eran en que el viaje de Los Polvorines a Retiro, según me decían, tardaba 45 minutos. Eso tardé yo por mi cuenta, años después, de Retiro a Boulogne, la mitad del trayecto.
Teníamos parientes en Aldo Bonzi (partido de La Matanza), que a veces visitábamos, combinando colectivos. Pero una vez, para variar, mi abuelo me llevó a la estación Puente Alsina (Ferrocarril Belgrano, ex Ferrocarril Midland), donde tomamos el viejo tren de coches de madera (o eso me parecía), con vidrios rotos, en una mañana lluviosa. Sin ser para nada consciente de que tal experiencia me hubiese gustado, o atraído, o interesado, cada vez que se hablaba de ir a Aldo Bonzi yo manifestaba querer ir en tren.
En aquella época creo que tuve una sola experiencia con el Ferrocarril San Martín, cuando mi padre me llevó a Caseros (en colectivo), y a la vuelta fuimos a tomar el tren, supongo que a San Miguel y de ahí el 740, el 315 o algún otro a Los Polvorines. Los coches del San Martín también eran marrones entonces.
Y un día, sin que yo me diera cuenta, las extrañas English Electric, “la Mosca”, dejaron de pasar, y sólo quedaron las otras, que permanecieron en mi mente como la imagen típica de locomotora. Pero se agregaron los coches provistos de cabina de control, en una punta, quedando “la máquina” en la otra.
También hubo cinco vacaciones a Mar del Plata, en el Ferrocarril Roca, “que va a Río Negro”, según me explicaba mi madre, pero esa frase no tenía sentido para mí. También me decía que “el Sarmiento va a La Pampa”. Yo memorizaba tales destinos generales de los ferrocarriles, pero como palabras huecas, dada mi corta edad. (Una de las veces a Mar del Plata fue ida y vuelta en avión.)
Y una vacación la pasamos en Mendoza, viajando en primera. A la vuelta, mi madre nos leía a mi hermano y a mí los nombres de las estaciones, por pasar demasiado rápido. Nos reímos cuando nos dijo “Cucha Cucha”. Creo que en la ocasión, dado que mi padre era aún ferroviario y tenía facilidad en conseguir pasajes, en noviembre o diciembre fuimos a Cosquín, en enero a Mendoza y en febrero a Mar del Plata.
Mención aparte merece “la historia del pollo”. Cuando íbamos al Hospital Ferroviario (mi madre nos llevaba a mi hermano y a mí al dentista) aprovechábamos para hacer compras en Sados, supermercado para ferroviarios, donde para entrar tenía que mostrar los carnets (luego estuvo abierto a todos y después se convirtió en el restaurante La Isla, que creo que ni funciona ya). Había un colectivo “de forma rara” que llevaba gratuitamente a los clientes entre el supermercado y las estaciones de Retiro. Una vez los trenes del Belgrano no salían de Retiro, y estábamos esperando en la estación, en uno de los bancos del andén, y goteaba la bolsa donde estaba el pollo que habíamos comprado. Al final mi madre anduvo buscando indicaciones, alguien le dijo del Mitre, tomamos uno de los viejos (y muy dignos) Metropolitan Vikers de madera marrón, en el Mitre, el guarda le dijo que no era el tren, nos bajamos en Tres de Febrero (la primera estación; no sé hasta dónde se suponía que debíamos ir, pero creo recordar que el boleto era válido hasta Benavídez), volvimos a Retiro –siempre con el pollo goteando–, nos cruzamos con un compañero de mi padre, que le dio dinero –parece que ya casi ni nos quedaba– y fuimos a tomar un colectivo en Libertador. En uno estacionado había sentado un hombre con barba ¡y turbante!, lo cual me impactó tanto que hasta hoy lo recuerdo. Nos bajamos en Puente Saavedra, pues los trenes salían de Aristóbulo del Valle. Y llenos, claro. Yo me senté en el posabrazos de un asiento, y durante el viaje me quedaba dormido, yendo a plantar la cara en los rulos de la gorda que estaba sentada.
A fines de 1979 nos mudamos a Capital Federal, y entonces vino el ritual mensual de visitar a los parientes en Los Polvorines. Tomábamos el 168 o el 151 a Puente Saavedra para agarrar el tren en Aristóbulo del Valle, capaz que lleno, ya que supuestamente era “más rápido” que ir a Retiro y conseguir viajar sentados. Algunas de las últimas veces incluso tomábamos el 71 (una vez el 93) a Villa Adelina.
Pero cuando el querido Belgrano quedó estigmatizado por viajar “lleno de negros” (una prima mía lo llamó “¡ese tren de mugre!”), cambiamos de táctica. Primero tomábamos el San Martín en Chacarita hasta San Miguel, pero pronto cambiamos por ir a la estación Federico Lacroze, para un viaje completo en el Ferrocarril Urquiza hasta General Lemos, que queda más cerca de Los Polvorines que San Miguel.
La primera vez que viajé solo en tren fue el 7 de marzo de 1984, de Aristóbulo del Valle a Los Polvorines, y regreso (aunque creo recordar que a la vuelta seguí hasta Retiro).
En 1985, para el Día de la Primavera, fui con unos compañeros del secundario a Tigre, y me sorprendió lo barato que costaba el boleto (una vez anteriormente habíamos ido en familia, tomando el 168 no sé hasta dónde y de ahí el tren).
Pero en esa época de colegial se me despertó primero otra afición: caminar. Al salir del colegio empecé a tomar la costumbre de tomar el colectivo en otras paradas, cada vez más lejanas, hasta que al fin había veces en que volvía caminando. Y en mi tiempo libre, el quedarse en casa o ir a la Biblioteca Nacional fue matizándose con caminatas, cada vez más largas, sorprendiéndome el que no me cansara. Y aunque al principio no me diera cuenta, esas caminatas tenían un trasfondo de exploración, de “ver qué había”, junto con una especie de puro “espíritu de peregrinaje”.
Y fue en ese tiempo que me propuse, una vez que trabajara y tuviese plata, recorrer todas las líneas de colectivo y de trenes locales, de punta a punta.
Tal vez ya empezada mi vida laboral (lo cual ocurrió en abril de 1987), en una ocasión fui con unos amigos en el corto trayecto Chacarita-Palermo para ir al Rosedal con los perros, viajando en el furgón. No estoy seguro de si recuerdo bien, si fue así, pero me parece que a la vuelta, al llegar a Chacarita, bajé al andén de un salto, y que ese pequeño hecho me produjo un intenso impacto en el alma, algo como un “sentido de aventura”, que por el momento no tuvo más consecuencias.
Más tarde, en una de mis salidas tempranas del trabajo (había paros, cortes de luz y así las cosas), fui hasta la parada Scalabrini Ortiz (ex Balneario), del “querido Belgranito”, y tomé el tren hasta Retiro. Allí pasé al San Martín para ir a Chacarita, y viajé en el furgón, parado. Me sentí como un aventurero, había un “algo” allí que me atraía poderosamente.
En una vez posterior, repetí la “hazaña”, sólo que como el boleto era válido hasta Villa del Parque viajé hasta allí, volviendo a pie a Chacarita.
Creo que no sentí la misma maravilla que la vez anterior. Pero no importaba.
Estaba empezando a despertar.
Gabriel Ferreyra
El "Ferroviador" Azul