Leer los relatos cronológicamente. Las fotos son propiedad de Gabriel, salvo mención expresa. El autor de estos relatos ha viajado para conocer los ferrocarriles por Argentina, Uruguay, Estados Unidos, Brasil, México, etc. Sitio sin fines de lucro.

lunes, 24 de agosto de 2020

Los Inicios

Esta crónica se inicia en 1968, cuando vi la luz en el Hospital Ferroviario de la Ciudad de Buenos Aires. O tal vez comience antes: mi padre era por ese entonces empleado en la Gerencia del Ferrocarril Belgrano, en Retiro, edificio ahora ocupado por tribunales. Su padre se desempeñaba como guarda en el mismo ferrocarril, y el padre de su padre había sido empleado del Ferrocarril Central Córdoba en Rosario, ciudad en la que había nacido mi abuelo.
Mi padre pasó los cuatro primeros años de su vida en Santa Lucía, partido de San Pedro, para luego mudarse a Los Polvorines, partido de General Sarmiento (actualmente, cabecera del partido de Malvinas Argentinas).
Ya antes de nacer viajaba yo en el Ferrocarril Belgrano, de Los Polvorines a Retiro, ya que mi madre se hacía atender en el Hospital Ferroviario, y supongo que por el mismo medio regresé a Los Polvorines una vez nacido. Y una y otra vez el mismo trayecto cada vez que tenía que “ir al médico”.
Para concurrir a la escuela debía cruzar las vías en la estación, y hasta el día de hoy hay veces que sueño que lo sigo haciendo, o que voy hacia la estación, o que tomo trenes allí. Y veía venir los trenes desde Pablo Nogués (otro sueño recurrente), traídos por las General Electric, y también por las English Electric, que los ferroviarios denominaban “cara de oso” (como me enteré hace unos años en alguna revista ferrófila), pero que yo mentalmente apodaba “la Mosca”. Sabía que si por delante venía la parte chata, tenía que esperar a ver el otro lado para saber si era “la normal” o “la Mosca”. Eran las épocas de los coches de color marrón, antes de adquirir el amarillo, azul y rojo de los eléctricos más modernos del Mitre.
Comenzando a los once meses de edad y repitiéndose otras cuatro veces, fuimos de vacaciones a Cosquín. Recuerdo estar esperando en Retiro, a la noche, hasta poder subir al camarote de cuatro cuchetas, con su sistema de traba en la puerta que para mí constituía un misterio. Así llegábamos, por la mañana, a Córdoba (una de las veces, sin embargo, viajamos en el Mitre, no sé si en primera o pullman, con su molesto giro de asientos en Rosario en plena madrugada), para aguardar al querido, al amado “tren serrano”, que por túneles y curvas, a la vista de paisajes maravillosos, nos llevaba a Cosquín. Bajo la ventana tenía una manivela, no sé si para subir y bajar la persiana o qué, porque el vidrio se movía del modo normal.
A mi temprana edad me encaprichaba con las gaseosas que vendían en el tren a Córdoba. Mi padre intentaba disuadirme diciendo “Eso es pichín de caballo”, y yo replicaba lloriqueando: “¡Quiero pichín de caballo!”
Y la larga espera en Cosquín, para el regreso, con mis continuos “¡Cuándo viene el tren!”, a veces viendo burros transitar por el terreno de la estación. El viaje a Retiro y el cambio de tren a Los Polvorines. ¡Cómo espera yo con cierto temor el empujón que sufría el tren cuando enganchaba la locomotora! Sobre todo si estábamos muy adelante, que se escuchaba el golpazo. Era una época en que había ciertos trenes que sólo llegaban hasta Los Polvorines.
En una ocasión, creo que por un problema en el Belgrano, al llegar de Córdoba tomamos el Mitre, llevando yo desde Cosquín un perro caniche de plástico hueco anaranjado, bastante grande. Cuando el guarda –típica figura de uniforme gris y bigotes– marcó los boletos, me preguntó: “¿Y el boleto del perro?”
De la vuelta de Córdoba en el Mitre recuerdo el paso por Campana, con sus barrancas.
Épocas eran en que el viaje de Los Polvorines a Retiro, según me decían, tardaba 45 minutos. Eso tardé yo por mi cuenta, años después, de Retiro a Boulogne, la mitad del trayecto.
Teníamos parientes en Aldo Bonzi (partido de La Matanza), que a veces visitábamos, combinando colectivos. Pero una vez, para variar, mi abuelo me llevó a la estación Puente Alsina (Ferrocarril Belgrano, ex Ferrocarril Midland), donde tomamos el viejo tren de coches de madera (o eso me parecía), con vidrios rotos, en una mañana lluviosa. Sin ser para nada consciente de que tal experiencia me hubiese gustado, o atraído, o interesado, cada vez que se hablaba de ir a Aldo Bonzi yo manifestaba querer ir en tren.
En aquella época creo que tuve una sola experiencia con el Ferrocarril San Martín, cuando mi padre me llevó a Caseros (en colectivo), y a la vuelta fuimos a tomar el tren, supongo que a San Miguel y de ahí el 740, el 315 o algún otro a Los Polvorines. Los coches del San Martín también eran marrones entonces.
Y un día, sin que yo me diera cuenta, las extrañas English Electric, “la Mosca”, dejaron de pasar, y sólo quedaron las otras, que permanecieron en mi mente como la imagen típica de locomotora. Pero se agregaron los coches provistos de cabina de control, en una punta, quedando “la máquina” en la otra.
También hubo cinco vacaciones a Mar del Plata, en el Ferrocarril Roca, “que va a Río Negro”, según me explicaba mi madre, pero esa frase no tenía sentido para mí. También me decía que “el Sarmiento va a La Pampa”. Yo memorizaba tales destinos generales de los ferrocarriles, pero como palabras huecas, dada mi corta edad. (Una de las veces a Mar del Plata fue ida y vuelta en avión.)
Y una vacación la pasamos en Mendoza, viajando en primera. A la vuelta, mi madre nos leía a mi hermano y a mí los nombres de las estaciones, por pasar demasiado rápido. Nos reímos cuando nos dijo “Cucha Cucha”. Creo que en la ocasión, dado que mi padre era aún ferroviario y tenía facilidad en conseguir pasajes, en noviembre o diciembre fuimos a Cosquín, en enero a Mendoza y en febrero a Mar del Plata.
Mención aparte merece “la historia del pollo”. Cuando íbamos al Hospital Ferroviario (mi madre nos llevaba a mi hermano y a mí al dentista) aprovechábamos para hacer compras en Sados, supermercado para ferroviarios, donde para entrar tenía que mostrar los carnets (luego estuvo abierto a todos y después se convirtió en el restaurante La Isla, que creo que ni funciona ya). Había un colectivo “de forma rara” que llevaba gratuitamente a los clientes entre el supermercado y las estaciones de Retiro. Una vez los trenes del Belgrano no salían de Retiro, y estábamos esperando en la estación, en uno de los bancos del andén, y goteaba la bolsa donde estaba el pollo que habíamos comprado. Al final mi madre anduvo buscando indicaciones, alguien le dijo del Mitre, tomamos uno de los viejos (y muy dignos) Metropolitan Vikers de madera marrón, en el Mitre, el guarda le dijo que no era el tren, nos bajamos en Tres de Febrero (la primera estación; no sé hasta dónde se suponía que debíamos ir, pero creo recordar que el boleto era válido hasta Benavídez), volvimos a Retiro –siempre con el pollo goteando–, nos cruzamos con un compañero de mi padre, que le dio dinero –parece que ya casi ni nos quedaba– y fuimos a tomar un colectivo en Libertador. En uno estacionado había sentado un hombre con barba ¡y turbante!, lo cual me impactó tanto que hasta hoy lo recuerdo. Nos bajamos en Puente Saavedra, pues los trenes salían de Aristóbulo del Valle. Y llenos, claro. Yo me senté en el posabrazos de un asiento, y durante el viaje me quedaba dormido, yendo a plantar la cara en los rulos de la gorda que estaba sentada.
A fines de 1979 nos mudamos a Capital Federal, y entonces vino el ritual mensual de visitar a los parientes en Los Polvorines. Tomábamos el 168 o el 151 a Puente Saavedra para agarrar el tren en Aristóbulo del Valle, capaz que lleno, ya que supuestamente era “más rápido” que ir a Retiro y conseguir viajar sentados. Algunas de las últimas veces incluso tomábamos el 71 (una vez el 93) a Villa Adelina.
Pero cuando el querido Belgrano quedó estigmatizado por viajar “lleno de negros” (una prima mía lo llamó “¡ese tren de mugre!”), cambiamos de táctica. Primero tomábamos el San Martín en Chacarita hasta San Miguel, pero pronto cambiamos por ir a la estación Federico Lacroze, para un viaje completo en el Ferrocarril Urquiza hasta General Lemos, que queda más cerca de Los Polvorines que San Miguel.
La primera vez que viajé solo en tren fue el 7 de marzo de 1984, de Aristóbulo del Valle a Los Polvorines, y regreso (aunque creo recordar que a la vuelta seguí hasta Retiro).
En 1985, para el Día de la Primavera, fui con unos compañeros del secundario a Tigre, y me sorprendió lo barato que costaba el boleto (una vez anteriormente habíamos ido en familia, tomando el 168 no sé hasta dónde y de ahí el tren).
Pero en esa época de colegial se me despertó primero otra afición: caminar. Al salir del colegio empecé a tomar la costumbre de tomar el colectivo en otras paradas, cada vez más lejanas, hasta que al fin había veces en que volvía caminando. Y en mi tiempo libre, el quedarse en casa o ir a la Biblioteca Nacional fue matizándose con caminatas, cada vez más largas, sorprendiéndome el que no me cansara. Y aunque al principio no me diera cuenta, esas caminatas tenían un trasfondo de exploración, de “ver qué había”, junto con una especie de puro “espíritu de peregrinaje”.
Y fue en ese tiempo que me propuse, una vez que trabajara y tuviese plata, recorrer todas las líneas de colectivo y de trenes locales, de punta a punta.
Tal vez ya empezada mi vida laboral (lo cual ocurrió en abril de 1987), en una ocasión fui con unos amigos en el corto trayecto Chacarita-Palermo para ir al Rosedal con los perros, viajando en el furgón. No estoy seguro de si recuerdo bien, si fue así, pero me parece que a la vuelta, al llegar a Chacarita, bajé al andén de un salto, y que ese pequeño hecho me produjo un intenso impacto en el alma, algo como un “sentido de aventura”, que por el momento no tuvo más consecuencias.
Más tarde, en una de mis salidas tempranas del trabajo (había paros, cortes de luz y así las cosas), fui hasta la parada Scalabrini Ortiz (ex Balneario), del “querido Belgranito”, y tomé el tren hasta Retiro. Allí pasé al San Martín para ir a Chacarita, y viajé en el furgón, parado. Me sentí como un aventurero, había un “algo” allí que me atraía poderosamente.
En una vez posterior, repetí la “hazaña”, sólo que como el boleto era válido hasta Villa del Parque viajé hasta allí, volviendo a pie a Chacarita.
Creo que no sentí la misma maravilla que la vez anterior. Pero no importaba.
Estaba empezando a despertar.
Gabriel Ferreyra
El "Ferroviador" Azul 

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