Leer los relatos cronológicamente. Las fotos son propiedad de Gabriel, salvo mención expresa. El autor de estos relatos ha viajado para conocer los ferrocarriles por Argentina, Uruguay, Estados Unidos, Brasil, México, etc. Sitio sin fines de lucro.

lunes, 24 de agosto de 2020

El Despertar

Mis aproximaciones propias al ferrocarril eran aún vagas, casi inexistentes; pero tal vaguedad se estaba acercando a su fin.
En 1988 viajé con un amigo a San Fernando, y al igual que había hecho con mi vez solitaria a Los Polvorines, guardé el boleto.
El año 1989 podría llamarse “el año del despertar (ferroviático)”.
Según mis anotaciones, el 11 de marzo estuve en la estación Saldías (Ferrocarril Belgrano), pero no recuerdo en qué circunstancias.
El 1º de abril caminé de mi casa en Villa Crespo a Valentín Alsina, visitando la estación Puente Alsina, y a Lanús, conociendo la estación del Ferrocarril Roca. El 6 de mayo lo hice a Villa Martelli y pasé por las estaciones M. M. Padilla, Florida y Munro, donde tomé el tren del “querido Belgranito” a Retiro, y de ahí creo que volví no más caminando a mi casa (épocas de vitalidad juvenil).
Para entonces ya preveía que algún día haría la caminata a Luján, no por motivos religiosos sino puramente ambulatorios. De ser así, iba a tener que munirme de elementos para escribir a fin de anotar las impresiones del viaje (en los pasados años había sido devoto de las novelas de viajes de Jules Verne). Y por otro lado, decidí que ya era tiempo de poner en práctica mi intención de recorrer todas las líneas de tren...
¿Por cuál empezar? ¡Pues por mi “querido Belgranito”!
Así que la fecha del 20 de mayo de 1989 es histórica. En una muy fresca mañana de sábado, tomé muy temprano el 106 a Retiro, donde saqué boleto de ida y vuelta a Villa Rosa, creo que para el tren de 7:30. El boleto (que me parece que costaba cincuenta australes) era tan viejo que en vez de Ferrocarril Belgrano decía “Ferrocarriles Argentinos / Región Noroeste”; se ve que no hubo muchos viajeros interesados en ese trayecto a lo largo de la historia (en sentido contrario puedo imaginar que sí).
El tren paró un rato en Boulogne-sur-Mer, la temida parada de Boulogne donde uno podía esperar que cancelaran el tren y pasar a los viajeros a otro. En una de esas ocasiones, mi madre le dijo riendo a una vecina que viajaba junto con nosotros: “¡Estos ferroviarios! Menos mal que nosotros ya no somos más”. (A fines de los setenta mi padre había dejado el Ferrocarril.) Podía ver otro tren detenido, destacándose a trasluz el maquinista en la cabina de mando de un coche provisto de ella; creo que luego jamás volví a ver este característico vehículo.
El viaje prosiguió, yo aprensivo de ir a internarme en “lugares de negros”. Me habían contado de tales viajeros indeseables, que exigían cigarrillos de otros pasajeros, escupían a los trenes que pasaban en sentido contrario y cosas así. Iba anotando la hora en que llegaba a cada estación; supongo que ya por entonces tenía dispuesto un cuaderno universitario donde relatar mis andanzas, en prevención de aquella “caminata a Luján” (que nunca se realizó) y peripecias semejantes.
Pero no “sabía nada de trenes ni ferrocarriles”, por así decir. Los itinerarios de larga distancia publicados en las estaciones me confundían, no sabía cómo leerlos. Como en el mapa ferroviario de la guía Filcar Del Viso aparecía marcado con un redondel del tamaño de las cabeceras, supuse que era a su vez cabecera de otros trenes locales que se internaban más en la provincia; ¡qué bien! ¡Transitar por espacios y distancias desconocidos! ¡Nuevas localidades!
El tren llegó a Los Polvorines. Más allá, ERA DESCONOCIDO.
Lo único que había hecho más allá había sido, en una de las visitas a parientes, caminar hasta la ruta 197 y toparme con la estación Pablo Nogués. Y para el lado contrario, un día en que era chico, mi padre me llevó caminando a Villa de Mayo para visitar a un conocido suyo que trabajaba ¡en la torre de señales de la estación! Hubo una segunda visita años más tarde, cuando nos llevaron con mi madre a un médico de allí, y como no contestaban el teléfono para que nos vinieran a buscar, tomamos el tren.
Así pues, en adelante todo era nuevo para mí. Y más que eso, pues descubrí una desconocida estación Kilómetro 38 (tiempo después encontré un boleto a Tierras Altas, del Belgrano, y pregunté en Retiro qué estación era ésa -¿algún lugar más allá de Villa Rosa?, me preguntaba con expectación-, y resultó ser el nuevo nombre de Kilómetro 38). Bajé en Del Viso y busqué en las boleterías los esperados horarios de “otros trenes locales”, sin encontrar nada, ni animarme a preguntar. Di una vuelta por ahí cerca y tomé el siguiente tren a Villa Rosa. Estuve recorriendo un poco los alrededores y cuando tuve ganas de ir al baño fui al de Del Viso, regresando después a Villa Rosa.
¿Sería de aquí que saldrían trenes más al interior? La cosa fue que paró un “tren de afuera”, no sé por qué motivo. Si me hubiera animado a subir, no sé a dónde habría terminado. Pero no me animé a eso ni a hacer preguntas en la estación. En vez de ello caminé por la ruta los seis kilómetros hasta Pilar. No había traído la Filcar, y no pude encontrar la estación del San Martín. Preguntando por la calle, lo que conseguí fue llegar a la del Urquiza. Regresé al centro, tomé un colectivo a Villa Rosa y allí el tren de vuelta a Retiro, anotando la hora de llegada a cada estación.
A veces llevaba a mi hermanito a juntar boletos de colectivo, que él coleccionaba.
El 25 de mayo de ese año fuimos a hacerlo por los alrededores de las estaciones Belgrano C, Vicente López, Olivos, La Lucila, Martínez, Acassuso, San Isidro, Victoria, Virreyes, San Fernando y Tigre (Ferrocarril Mitre), sin pagar boleto y esquivando al guarda. En Victoria, en el andén del ramal, vi por primera vez un coche motor Fiat, pero sólo de costado. El día 28 hicimos lo mismo en Fernández Moreno, Lourdes, Tropezón, Villa Bosch, Martín Coronado, Pablo Podestá, Rubén Darío, General Lemos (Ferrocarril Urquiza) y San Miguel, donde creo que fuimos caminando (son unas quince cuadras) y volvimos en colectivo a Lemos para el regreso en tren.
El 30 fui por un tema particular a San Justo, en el 55, y con crecientes ganas de ir al baño fui al de la estación. Allí vi llegar lo que califiqué de “un tren horrible”, compuesto por dos vagones. Se trataba del coche motor Fiat, cuyo frente me parecía cosa de monstruos, impresión reforzada por los tubos de goma negra que le colgaban atrás.
El 18 de junio lo llevé a mi hermanito a San Justo, donde pudimos ver a “el horrible”. Pusimos sobre el riel una gruesa suela de goma de había ahí tirada, ¡y el peso del tren la dejó intacta! Tomamos un colectivo a Ramos Mejía, y ahí el tren a Haedo, siempre para juntar boletos de colectivo; yo encontré uno de tren válido, y lo agarré por si pasaba el guarda en el trayecto final a Caballito.
Al día siguiente hicimos otro tanto con el San Martín. Bajamos en Sáenz Peña y caminamos a Santos Lugares, y después el guarda nos hizo bajar en Caseros, por falta de boleto, así que tuve que sacar allí. Boleteamos en El Palomar y seguimos a Pilar, donde dimos unas vueltas y al regreso bajamos a hacerlo en José C. Paz, ¡de noche! Ahora eso sería impensable.
Y yo continuaba con otras caminatas. En una de ellas conocí las estaciones Flores y Floresta, y otra se originó en una visita de tema familiar a Morón, adonde por supuesto fui en tren, para seguidamente ir a pie a Castelar, Ituzaingó y San Antonio de Padua, donde caía la tarde y los pies no me daban. Tomé el tren a Merlo, pero no salí de la estación; vi al “tren horrible”, en lo que no sabría que era el ramal a Lobos, tal vez. De ahí volví a Caballito, supongo que nuevamente sin boleto.
Mi desconocimiento de los servicios se refleja en que cuando una compañera de trabajo me propuso ir a Luján, me fijé en los horarios de los trenes de larga distancia en vez de los locales. Subsané el error y el 16 de agosto fuimos a Once; era justo el tren combinante, y no lo sabíamos, y así en Moreno perdimos el combinado y debimos esperar el otro. Eran llevados por locomotoras General Electric E-no sé cuánto, más pequeñas que las G22, que por su ancho miriñaque yo las llamaba “la dientuda”. Tal vez para entonces ya conocía las de maniobra de Caballito, de peculiar forma, que apodé “la casilla”, y las de Constitución, cuyo nombre olvidé, U-algo, con su característico chefe-chefe-chefe-chefe-chefe-chefe chef-chef-chef-chef... que eran “la araña”, por sus dos focos en lo alto, que me recordaban a los ojos de una araña. En fin, de Luján volvimos en colectivo.
Y mis caminatas resultaban imparables, a veces al salir temprano del trabajo, como el 29 de agosto, en que conocí la estación Belgrano “R”, o desde mi casa, como la del 5 de septiembre, en que llegué a la estación Buenos Aires (Ferrocarril Belgrano, ex Compañía General de Buenos Aires, uno de cuyos trenes vi pasar una vez en otra andanza; y tal vez eran los que veía desde la casa de mis tíos en Aldo Bonzi), luego pasé a Avellaneda, conociendo las del Roca y el Belgrano (ex Ferrocarril Provincial de Buenos Aires), y finalmente Sarandí, de donde volví en colectivo. El 12 de septiembre estuve en Colegiales, copiando los nombres de las estaciones del ramal a Rosario, y el 17 caminé a la estación capitalina Luis María Drago, donde tomé el tren (sacando boleto) a José León Suárez, iniciando una caminata a las estaciones Boulogne, Villa Adelina, Carapachay, y volviendo, Chilavert, Villa Ballester, Malaver (ahí ya tomando trenes sucesivos), San Andrés, San Martín, Miguelete, Pueyrredón y Urquiza, todo para “estar en la estación”. ¡Y ya era de noche!
Entonces llegó el 21 de septiembre. Todavía bastante ignorante en el tema de llevar vituallas, en tres botellas de plástico de yogur, vacías, puse agua, y tempranísimo a la mañana, fui caminando a Caballito, para no gastar en colectivo (secuela de un pasado de estrecheces económicas). Llegando a la estación sentí una humedad detrás mío; palpando, sentí que la mochila tenía un buen manchón de agua, que se extendía a mi pantalón. Estuve todo el tiempo tratando de esconder el hecho a la vista pública. Saqué un boleto de ida y vuelta, blanco con letras rojas, válido también a Lobos. En el tren miré una y otra vez las botellas, pero no descubría cuál perdía ni cómo. En Moreno esperé el combinante, entre tantos jovenzuelos de picnic, y tuve que viajar parado. Ninguno había sacado boleto, y como una muchachuela hizo notar del guarda, “se le están acabando los papeles” (el talonario de pasajes a confeccionar por el guarda).
Desconociendo el hecho de que el boleto es para un “viaje sin escalas”, bajé primero a conocer General Rodríguez. En un cesto de basura abandoné las tres botellas de agua. Después bajé en Luján, como en recuerdo de la vez pasada, pero no me alejé de la estación. Siguió Jáuregui, donde atravesé el pueblo y llegué a unos surcos o cañadas en el terreno, entre los árboles, muy interesantes de recorrer, pero no estaba para ello. Esperando en la estación, me ganaba el sueño, pues me había levantado como antes de las seis de la mañana. Y finalmente llegué a Mercedes, otro viaje hasta el fin del servicio. Ahí enfrente estaba la parada “Mercedes P.”, del San Martín, y más lejos la estación Mercedes del Belgrano (ex Compañía General de Buenos Aires). Pasé el resto de la tarde allí, comprando de beber en el desaparecido Supercoop (ahora hay un Disco) y regresé en el crepúsculo directo a Moreno; me bajé a “estar” en la estación Paso del Rey y continué a Caballito.
Mis viajes se estaban volviendo cada vez más audaces.
1º de octubre de 1989. Fecha histórica también, y más importante que la anterior, pues fue la primera vez que tomé un tren de larga distancia.
Era un domingo nublado, y se me había ocurrido ir a San Antonio de Areco, porque había conseguido el plano de la ciudad. Desconocedor aún de las “complejidades” del servicio, fui a Belgrano C a sacar boleto. No, había que sacarlo en Victoria. Fui a Victoria. Había dos trenes parados, dos “horribles”. Sin que yo lo tuviera en claro, el local (que los domingos se extendía a Areco y que pretendía tomar) no iba a salir, y sería reemplazado por el “tren general”. Pregunté en boletería:
- ¿Éste para en Areco?
- Sí -me contestó con fastidio y obviedad el boletero-, si va a Pergamino y para en todas, para en Areco.- Ah. Perdón. No sabía. Nunca lo tomé.
Entonces le cambió la actitud. Ahí obtuve mi primer boleto blanco con franja roja de clase turista. Un nuevo recorrido. Y salimos, yo anotando lo que veía a cada lado de la vía. Y las estaciones; Dr. Albert Schweizer (luego venía 20 de Julio, ex Bancalari C, pero ya no existía ni había rastros), El Talar, López Camelo, Garín, Maquinista Savio, Matheu, Zelaya, Los Cardales, Capilla del Señor (fin del servicio local), Diego Gaynor, Solís, Vagués / Empalme para Luján, San Antonio / de Areco. Y es que primitivamente se llamaba sólo San Antonio, y pertenecía al Ferrocarril Oeste; luego le agregaron “de Areco”, en un cartelito menor colgando del mayor.
Había viajado por fin en “el horrible”, con su característica bocina puuuuuu. Siguió su viaje a Pergamino, uno de los pocos que le quedarían, pues después lo sacaron, quedando el que salía a la tarde y seguía viaje a la provincia de Santa Fe. Querido Horrible. Pues con el tiempo el apodo se volvió afectuoso. Leí que creo que en 1993 o 96 se descompuso el último que había funcionando, y ya no volvió a arrancar. Querido Horrible. Ya nunca -si no median hábiles manos- te veremos surcar el paisaje haciendo sonar tu ¡puuuuuuuuu!
Para la vuelta me esperaba una gran sorpresa. Un tren desconocido, coche motor modernísimo, de aspecto japonés y motor que sonaba como el de una camioneta. Uno de los coches decía CALU (coche acoplado liviano de única clase), y así lo seguí llamando. Lo que me dejó molesto fue que me cobraron creo que cien australes menos que a la ida, y no pude reclamar porque la boletería estaba cerrada. Posteriormente reclamé en Retiro y me dijeron que tenía que hacerlo en Victoria.

Gabriel Ferreyra
El "Ferroviador" Azul

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