Leer los relatos cronológicamente. Las fotos son propiedad de Gabriel, salvo mención expresa. El autor de estos relatos ha viajado para conocer los ferrocarriles por Argentina, Uruguay, Estados Unidos, Brasil, México, etc. Sitio sin fines de lucro.

sábado, 12 de septiembre de 2020

Nuevo Año, Nuevos Logros

En enero de 1990 estuve de vacaciones con mi familia en Mar de Ajó. Mi impulso viático y explorador me llevó a recorrer las otras localidades del Partido de la Costa.
El 31 del mes, todavía de madrugada, estábamos de regreso, en Retiro. Decidí aprovechar mi último día de vacaciones. Tomé un rápido a José C. Paz (un guarda de control en la estación me birló el boleto), donde saqué pasaje para el de larga distancia. Se trataba de un recorrido desconocido, ya que yo no había pasado más allá de Pilar. Fui a Chacabuco, no a Junín porque esperaba contar primero con un plano. Para el regreso pregunté si se podía sacar boleto para estaciones del local; ¿a qué estación? Chacarita. ¡Y me dieron un boleto Chacabuco-Chacarita! Blanco con franja celeste grisácea. ¡Sería un boleto antiguo! Y sin duda un tesoro. Claro que tuve que bajarme en Pilar y tomar el local; el guarda dijo “Chacabuco...” ¡Nunca habría visto boleto semejante! (Era joven, encima.)
El 10 de febrero fui temprano a Ezeiza para combinar a Cañuelas y tomar allí el tren a Bolívar, evitando el SEREP. El tren a Bolívar pasó mientras yo estaba esperando en Ezeiza. El cielo estaba como para llover y mi alma como para llorar. Pero había que aprovechar el sábado.
Creo que cambié el boleto a Cañuelas por uno a Alejandro Korn (y que me jodieron con el vuelto); regresé a Temperley, tomé otro a Glew y ahí el combinado, que me parece que ya no era el Horrible, sino uno común. Pretendía hacer acto de presencia en todas las estaciones, a lo largo del tiempo. Por el momento me conformé con retroceder a Guernica y de nuevo a Temperley, abordando la formación a Florencio Varela. Menos mal que tenía puesto un piloto; no llovió, pero un colectivo pisó un charco y el agua cargada de tierra me impactó de la cara para abajo. Caminé hasta la estación Gobernador Monteverde, del Belgrano (ex Provincial), y de nuevo en Florencio Varela miré cuadros de horarios. ¡Podía estar a tiempo para ir a Ranchos! Aunque no había traído el plano, ya que esperaba ir a Bolívar. Quise sacar el boleto ahí; lola, hasta Brandsen. El asunto fue que el tren que tomé en Temperley era el que iba a Ranchos, y para no tener que recibir “horrible boleto de guarda” me bajé a los trotes en Brandsen y fui a la boletería. El boletero tardó algo en venir, y cuando le dije a Ranchos, me atendió a las apuradas. “¡Mirá que ya se va!”
Volví trotando al tren, levantando una mano para que me esperara, pasando delante de la locomotora, y se puso en movimiento. Yo jamás había subido a un tren en movimiento. Caí de rodillas en uno de los escalones, por la inercia, y se me desprendieron los flojos anteojos. Por suerte cayeron también en el escalón. Pasada la inercia, me incorporé y fui a sentarme. Así que por fin conocí Ranchos, al segundo intento. Esperando que el tren volviera de General Belgrano, caminé por los extremos alejados del andén, a la luz de las lámparas de estación, y era bello, ese esperar el tren midiendo el andén con los pasos.
El martes 13 de febrero, al salir del trabajo, fui a Belgrano a tomar el tren a Victoria. Había otro boletero. Pendía amenaza de cierre para el servicio. Viajé parado hasta Pergamino, en el Horrible, llegando a Colón en las primeras horas del día siguiente. Hice mi recorrida nocturna, comí tomates en la plaza y regresé a la estación. ¡Me cobraron menos que en Victoria! ¡Otra vez! Pedí que me anotaran el precio en el boleto, para demostrar el hecho, pero se negaron, con susto; me hice el escandalizado y dije la trillada frase “¡Esto no puede ser!” “¡Tenés razón!”, concedió el boletero cuando salía.
En vez de en Victoria bajé en Capilla del Señor, donde fui a pedir plano del partido en la Municipalidad. Al día siguiente, luego del trabajo, fui a Victoria para reclamarle al boletero. Me dijo que era el precio que tenía él ahí marcado para cobrar. Llegó el Horrible, embanderado, con gente reclamando que no lo suprimieran.
Así como había un tren a la mañana y otro a la tarde (y tal vez sólo los fines de semana) a Gral. Belgrano y Chascomús, también había otro a San Miguel del Monte.
El 25 de febrero saqué en Constitución boleto de ida y vuelta a Cañuelas, y el que tomé combinado en Ezeiza resultó ser el que iba a Monte. En Cañuelas había un carguero de por medio, y habría tenido que cruzar por la escalera-puente. Me resigné al “horrible boleto de guarda”. Pude ver las estaciones La Noria y Abbott con luz de día. Para el regreso saqué a Cañuelas, ya que tenía el ida y vuelta de Constitución, y le mostré los dos al guarda; me marcó sólo el de Monte, ya que aún no llegábamos a Cañuelas.
Ese servicio ya no existe.
Al día siguiente estaba de nuevo en Cañuelas, para evitar el horrible SEREP. ¡Y me dieron el horrible “boleto de papel”! Esta vez creo que encontré asiento pronto.
En la madrugada llegamos a Tandil. Resultó que había un descarrilamiento, y los que iban a Lobería tenían que bajar para ser llevados en camioneta. No era mi caso, y el resultado fue una auténtica maravilla. ¡Íbamos a ir por un ramal inactivo!
Llegué a ver el paso de una estación, a oscuras, pero no conseguí verle el nombre (¿Iraola, Kilómetro 360, Cangallo?). Recostado contra la ventanilla, sin poder conciliar el sueño, escuché de pronto el sonido creciente de una multitud aplaudiendo. Lo relacioné con la resistencia a la clausura de servicios, es decir, que festejaban que el tren estuviera pasando, sin pensar en que por allí no pasaban trenes de pasajeros desde hacía añares, era la madrugada y tal vez estábamos en medio del campo, como para esperar aplausos entusiastas.
Eran las ramas de los árboles golpeando las ventanillas... Repetidamente, como algo fantasmal.
Al amanecer paramos en Ayacucho, para dar vuelta la locomotora. Bajé a dar unos pasos por el andén. ¡Ayacucho, un lugar ya sin tren! El guarda cruzó a comprar facturas. Salimos. Creo que no vi San Ignacio, pero sí Ramos Otero, pero no Bosch (o no llegué a verle el cartel). Paramos un poco en Balcarce. Lo siguiente fue mágico, mítico, de ensueño. Con su peculiar tranco no muy rápido, el tren atravesó una zona de altos afloramientos rocosos, de las variadas y fantásticas formas, bajo aquel cielo nublado. Pasaron Los Pinos, San Agustín, Las Nutrias, en alguna de ellas una familia veía tal vez sorprendida el paso del convoy. Creo que no llegué a ver el cartel de El Moro. Seguidamente, en Langueyú, agarramos la vía principal. Pasó Pieres, convertida en casa, y llegamos a Quequén por el mediodía en vez de a las 9:00. ¿Y cómo era que no llegaba a Necochea, que estaba ahí cerca?
Saqué el plano. Allí figuraba un “apeadero FC Gral. Roca” que tomé por la estación, y eso sólo me produjo confusión. Al fin me encaminé y llegué a ese misterioso apeadero. Y misterioso siguió siendo, pues se llamaba Quequén•Necochea, y estaba poblado de vagones cisterna (entonces no era un apeadero sino toda una estación). Retrocedí hasta el puente y crucé a Necochea, bordeando el río para encontrar el puente ferroviario y seguir la vía hasta la estación, sección que no sabía por qué la habían tachado con birome en el mapa. Al llegar lo supe...
¡Del puente sólo quedaban los pilotes! ¡Crimen, crimen! ¡Quién podía ser tan desalmado de desafectar –¡y destruir!— una sección tan corta, a una ciudad como Necochea! ¡Qué gran ahorro era ése! Bordeando el terraplén llegué a la estación, convertida en escuela de arte.
Para la vuelta tuve que sacar sin asiento, pues no había. Me senté en la pileta, y el guarda puso una cara de creer que no tenía pasaje. Me llevó a un asiento y me dijo que por el momento viajara sentado. Más tarde me dijo que siguiera tranquilo, no más. Y me dormí. Desperté por unos momentos para escuchar el ¡clap-clap-clap! de las ramas contra las ventanas, y me sumí de nuevo en el sueño no recuerdo hasta cuándo y dónde.
El 6 de marzo hice otro recorrido de punta a punta: Constitución-Miramar, donde estuve dos horas hasta que fui a tomar el tren para volver. El 11 cumplí al fin el viaje a Chascomús, con el local desde Glew, a la mañana; viendo que el contorno costero de la laguna era visible, me lancé a recorrerlo. ¡Eran como 22 kilómetros! Encima tuve que echarme a correr al final para no perder el tren de regreso.
El 20, un nuevo hito: Junín. Para eso fui tempranísimo a Caballito para combinar en Moreno a Mercedes, para gastar menos por viajar en local. Pasé a Mercedes P. y tuve el gusto de sacar allí boleto de cartón. La vuelta también fue a Mercedes, por lo mismo, ¡y antes de llegar a Mercedes P. pasamos por otra estación Mercedes! Tenía que ser la del Belgrano, ¿pero cómo hacía para pasar por ahí? ¡Tonto, cómo va a ser la del Belgrano, que encima tiene otra trocha! ¿Qué misterio era ése?
El 25, llevando la Filcar, fui a Ezeiza, largándome a caminar hasta llegar a la vista de la estación Canning, del Belgrano (ex CGBA, ramal González Catán-La Plata), convertida en vivienda y con paso cerrado. Ahí vi por primera vez, creo, el cartel de no transitar por las vías con la sigla C.G.B.A. A la vuelta bajé para “estar” en las estaciones Llavallol y Lomas de Zamora.
El 31 fui de nuevo a Constitución, a tomar un tren que ya no existe. “Su atención por favor. Tren Nº 313, denominado Estrella del Valle, partirá a las diez horas, por andén número 14, con destino a la ciudad de Neuquén, observando paradas...” Lamentablemente, tenía que sacar con SEREP, igual que a Miramar. “Su atención por favor. Tren Nº 313, denominado Estrella del Valle, se encuentra próximo a partir. Se solicita a los señores pasajeros, ocupar sus respectivas comodidades”. Me esperaba un nuevo recorrido, un nuevo hito, otra cabecera de partido, para seguir anotando cuántas había hecho y cuántas me faltaban. “¡Tren Nº 313, se encuentra despachado!”
Qué recuerdos. Los pitazos del guarda. El pitazo final, articulado largo-corto. El bocinazo de la hermosa General Motors GT22, con su peculiar sonido del motor, que yo llamaba “el gallido”, por recordarme vagamente la voz de un gallo. El suave empezar a moverse. El ta-tá—ta-tá. El tracatrá-tracatrá-tratrá cuando cruzaba vías y cambios. El cruzar del Riachuelo. El aumento de velocidad. El pasar a los eléctricos. La disminución de velocidad al llegar a Temperley. La curva de Turdera. La aceleración, tará-tará, tará-tará, tarátará, tarátará, taratarataratara-tacatacatacatacatacataca... Las estaciones del local pasando en una exhalación, la gente como franjas. Cañuelas dejada atrás, y lo mismo Monte, donde paraba el de la noche. Zenón Videla Dorna, Gorchs, (Km 146, ignorada entonces) Vilela, Coronel Boerr, y primera parada en Las Flores, a las 12:00. Luego (la desconocida Km 190), Dr. Domingo Harosteguy (en 1913 se llamaba Naranja), Pardo, Cacharí (donde paraba el de la noche), (Km 243), Parish, Shaw, Vicente Pereda, y al fin Azul. Nieves, Hinojo y Olavarría, hasta donde podía llegar si quería tener tiempo de tomar el tren 314 a Constitución.
Pregunté por la estación del Belgrano (ex Provincial), y fui a conocerla. Estaba convertida en comisaría, sin rieles la zona. Para volver, el boleto por suerte era el de cartón.
Con las amenazas de suspensión de servicios, mi coleccionismo de cabeceras de partido y mi energía juvenil, a veces hacía cosas que podían parecer no muy sensatas, por decir algo suave.
El 4 de abril, a la salida del trabajo, tomé el 107 a Villa Devoto y ahí el tren, bien lleno, a Pilar. Recorrí andurriales en medio de la noche hasta dar con la vía del Urquiza y guiarme a la estación. El boleto era blanco. ¡Nunca había viajado en el Urquiza más que en el ramal a Lemos! El tren que esperaba lo había visto llegar una vez a Lacroze, y era uno común. ¡El que llegó era el Horrible!
No poder ver las estaciones (porque era de noche y estaban del otro lado) era exasperante. El furgón del Horrible era usado como “estación” del mozo, que pasaba con su carrito de comestibles, y sonaba allí una radio barullera. Cerca de la medianoche finalizó su servicio en Rojas. Luego sabría que antiguamente se extendía al interior de Santa Fe, frustrado su proyecto de llegar a Río Cuarto.
Empecé a andar en la noche, sin tener plano. Llegué a la estación del San Martín. Había una Araña (General Electric U-12C, creo) con el motor encendido, y el que sería el jefe de estación.
-¿Ésta es la estación del San Martín?
-Sí.
-¿No tiene algún lugar donde ver el nombre de las estaciones?
-Venga mañana.
Ahí cerca estaba la terminal de micros. A su tiempo volví a la estación para el regreso. Había tenues relámpagos en un cielo en que sólo se veían nubosidades leves. Saqué boleto a Altimpergher. Durante el viaje, los relámpagos iluminaban el campo como si fuera de día. El Horrible daba tirones a la izquierda, como si estuviera forzándose a sortear curvas cerradas. El guarda me dijo: “¡Altimpérjer! ¿Conoce?” Y más bien, sino para qué voy a sacar boleto para allí.
En la mañana de aspecto lluvioso bajé en Altimpergher, simple apeadero con casilla de chapa y sin cartel, y caminé a la estación José C. Paz. Bajé del tren en Muñiz, buscando sin éxito la estación Bella Vista del Urquiza. Seguí viaje a Chacarita.
El 7 de abril agregué Campana y Escobar en mi haber. El 12 anduve por Martínez, San Fernando (fui a ver la ex estación San Fernando R, convertida en jardín de infantes) y Tigre, echándole otra ojeada a la ex estación Delta, ahora una vivienda. El 1º de mayo fui con mi hermanito a Haedo, donde tomamos el Horrible a San Justo, sin duda a juntar boletos, y luego a Temperley, recorriendo completo el ramal, para volver a casa vía Constitución.
El 5 quise viajar a Rojas con el tren de la mañana y así ver todas las estaciones. Con la obsesión de gastar unos pesos menos –y temiendo tal vez al SEREP– no recurrí a la facilidad de ir a tomar el tren a Lacroze, sino a Chacarita para ir a San Miguel. Se atrasó un poco por el camino, pero fue lo justo; cuando crucé de San Miguel a la estación General Sarmiento del Urquiza, el tren ya había pasado. El día nublado, el suelo mojado, acentuaban la desilusión.
Entonces volví al San Martín y bajé en la estación Teniente General Pablo Riccheri, que ahora tiene el nombre cambiado a Bella Vista; encontré la vía del Urquiza y esta vez sí encontré la Parada Bella Vista, sencillo resguardo de madera con placa recordatoria, cuyo cartel estaba en el acceso y era pequeño y de metal, reliquia del Ferro-Carril Central Buenos Aires. Regresé a la estación, bajando después en Hurlingham; fui hasta el cruce con el Urquiza y seguí por la vía buscando la Parada Gallo que figuraba en la Filcar, y creo recordar que llegué hasta el puente sobre el río Reconquista sin encontrarla, retrocediendo entonces hasta zona civilizada y yendo a tomar el tren en William C. Morris, a Chacarita.
El 6 de mayo fui a Castelli, y el 19 a Azul, en el tren Nº 313, denominado Estrella del Valle. Guiado por el plano, llegué hasta la ex estación del Belgrano (FC Provincial de Buenos Aires), ahora jardín de infantes y sin rieles en la zona. El 24 fue el turno del Sarmiento, mi primer viaje de larga distancia en él; nada extraordinario: tempranísimo a Mercedes en el local para tomar allí el que salía creo que a las siete de la mañana de Once con destino a Bragado (que después lo sacaron, dejando sólo los nocturnos), para ir a Suipacha, la primera cabecera de partido siguiente, y regresar del mismo modo dos o tres horas después.
Al día siguiente, tal vez con mi hermanito, me extendí más allá de Florencio Varela, a Bosques, y a la vuelta estuve en Claypole, Rafael Calzada, Burzaco y Adrogué.
El 10 de junio podría titularse “La maldad del guarda”.
Fui a Luján, a fin de tomar el colectivo a San Andrés de Giles. El Horrible del Urquiza había partido el sábado a la mañana, y ese día era domingo, en que a la tarde volvía de Rojas (los demás días salía a la noche de Lacroze y como a las cinco de la mañana de Rojas; ahora ya no está más). Para tener más variedad en materia de boletos, en vez de sacar a Lacroze lo hice a Rubén Darío, donde tenía parada; típico boleto blanco del Urquiza.
Llegando al conurbano, pasa el guarda retirando los boletos. Le solicité dejármelo. Me dijo que se lo pidiera después. Cuando se iba acercando el momento de bajar, fui a buscar al guarda para que me devolviera el boleto.
-Después me lo pide.
-¿Me lo va a dejar? –pregunté tímidamente.
-Después me lo pide –respondió secamente. Y es que era seco de cuerpo también, enjuto, medio viejo y con cara de h-d-p.
Llegamos a Rubén Darío, bajé y fui hasta el guarda, que estaba por subir al tren.
-El boleto...
Me miró un momento, metió la mano en la bolsa y sacó uno, que me dio.
-Tome, le doy cualquiera –dijo, y subió al tren.
-¡Pero yo quiero el mío!
-Me lo hubiera pedido, señor.
-¡Pero si se lo pedí!
-Me lo hubiera pedido.
-¡Pero lo pagué yo! ¡Tengo derecho a quedármelo!
-Me lo hubiera pedido.
Y el tren se fue.
Quedé con una nube negra saliéndome de la cabeza. Tenía memorizado o anotado el número del boleto, así que en Lacroze pregunté por la oficina de movimiento, y allí expliqué la situación. El empleado trajo la bolsita de nylon con los boletos, y el primero que sacó fue el mío. Creo que debería haber devuelto el ajeno, pero tal vez ni se me ocurrió (decía Carmen de Areco, pero no recuerdo más). Caminando hacia mi casa en la noche, con mi boleto en la mano (derivación más feliz que el de San Nicolás a Retiro), me dio una especie de ataque de nervios de alegría y lo besé repetidamente.
Dos días después fui a conocer Maipú, y el 16 estuve en Glew y Banfield; tal vez fue cuando quise ir con mi hermanito a Jeppener, y estuvimos esperando en Glew hasta que dijeron que estaba cancelado el combinado (y la cosa parecía que era para el resto del día, del que no quedaba mucho). Al día siguiente fui a Merlo a tomar el Horrible, a Las Heras, para seguir en colectivo a Navarro. Vi la estación del Roca, sin rieles, cerrada al público, hecha vivienda, y sin cartel. Por suerte a la del Belgrano (CGBA) se podía pasar, y no había nadie a la vista (ahora está convertida en museo). Regresé del mismo modo, luego de haber conocido la laguna.
El 21 acudí otra vez al tren 313, Estrella del Valle, para el último sitio al que podía ir y volver en el día: Las Flores. Se llegaba a las doce y se regresaba a las cinco (iba siempre a lo más lejos posible, en este caso Olavarría, y las veces siguientes eran a las ciudades progresivamente más cercanas; esto era conveniente sobre todo en cuanto a los aumentos de tarifas, pues si dejaba lo más lejos para el final los precios se iban a alejar volando).
Ya no me quedaban muchos destinos para el ida y vuelta diario. Iba a tener que extender mi radio de acción.

Gabriel Ferreyra
El "Ferroviador" Azul

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